Aviso: hoy toca rollo. Ya lo siento, pero estaba leyendo en el intenné un par de artículos sobre activismo gastronómico y ha sido muy revelador, como mirarme en un espejo.
Comer me ha gustado siempre, demasiado, de hecho. Al sobrepasar la veintena mi metabolismo, ese generoso individuo que se deja culpar de todas las gorduras, cambió y tuve que buscar alguna manera de mantener el equilibrio. Empecé con una mezcla de deporte y moderación. Los que me conocéis sabéis que no soy ni demasiado constante en mis actividades deportivas, ni precisamente una persona delgada. Pero creedme si os digo que yo antes comía mucho más y me movía mucho menos.
Cosas de la edad, supongo.
La situación no hace más que empeorar, porque ahora también me pone de mal humor si veo que mis amigos comen pizza congelada, o entran en alguno de esos restaurantes de hamburguesas hechas de material inidentificable. Como decía alguien en algún artículo que leí en algún idioma, compramos lasaña congelada a un euro, y luego nos escandalizamos porque está hecha con carne de caballo.
Entonces llegó diciembre de 2011, y un día mientras me bañaba en las aguas verdes del Mar de Andamán de repente me invadió la certeza de que quería abandonar mi carrera en investigación para dedicarme a la comida.
La decisión no la tomé en un solo día, claro, pero me gusta más contar la historia así.
En esas estoy, y mientras busco mi nuevo camino laboral me encuentro mirando las listas de ingredientes en los productos preparados del supermercado y preguntándome de dónde vienen este pescado, estas verduras, cuál sería un precio justo para los alimentos que estoy comprando, si tiene sentido enviar comida a todo lo largo y ancho del planeta, qué y cómo comemos en Europa en comparación con otras regiones como por ejemplo Asia, qué vamos a comer dentro de cincuenta o cien años. Me hago estas preguntas de manera honesta e intentando no caer en tendencias populistas. Y cada vez leo más sobre el tema, y me gusta más discutir sobre ello.
A ver si va a ser que tengo corazón de activista gastronómica.
Mi pequeña revolución empieza por contaros que la comida hecha en casa no sólo es más saludable, sino además está muchísimo más rica que la industrial. Que ya lo habréis leído muchas veces, pero no me cansaré de decirlo porque es verdad, os lo prometo. Parece ser que todos lo sabemos, pero la realidad es que nos acostumbramos a los productos industriales y se nos olvida a qué sabían las cosas antes, cuando la sobrasada no venía envasada en la sección refrigerada sino que la preparaba el carnicero de la esquina.
No os voy a decir que os pongáis a preparar sobrasada en casa (al menos por ahora). Pero hay tantas cosas tan sencillas, tan fáciles, que cualquiera puede hacerlas.
Por ejemplo estas galletas.
Si un día os levantáis con ganas de atiborraros a galletas, como me pasa a mí a veces, lo confieso sin pudor, no comáis galletas de esas asquerosas y grasientas que venden en el súper a euro la docena. Hacedlas vosotros, por favor. Se tarda un plis, están mucho más ricas, se digieren mejor, y estáis más seguros de qué contienen.
La receta base la tomé de Dan Lepard, que es una de las pocas personas de cuya repostería me fío. Luego la cambié, claro, porque yo no puedo seguir una receta al pie de la letra. Me viene de familia.
Para unas 25 galletas:
Poner en un bol
100 mL de aceite de girasol
+ 150 g de azúcar moreno
+ 40 g de azúcar blanca
+ 1 cucharada de tahini
+ 1/2 cucharadita de extracto de vainilla
y mezclar todo bien con una cuchara.
Añadir entonces
+ 1 huevo
y mezclar todo bien.
Pesar en un cuenco
+ 200 g de harina de trigo
+ 1/2 sobre de levadura química
+ 1/2 cucharadita de bicarbonato
y añadirlo sobre la mezcla anterior usando un colador o un tamizador, para que se distribuya uniformemente.
Mezclar bien con la cuchara.
Añadir
+ 100 g de chocolate negro cortado en trozos no muy pequeños
+ 100 g de cacahuetes salados
y mezclar con las manos repartiendo los trocitos por toda la masa.
Guardar la masa en el frigorífico durante al menos una hora, o un rato en el congelador, hasta que esté fría y se pueda manejar bien con las manos.
Calentar el horno a 170 ºC, encendido arriba y abajo.
Cubrir la bandeja del horno con una hoja de papel vegetal, y poner sobre ella bolitas de masa: tomar porciones de masa con una cucharita, hacer una bolita y aplastarla un poco con las palmas de las manos. Ponerlas en la bandeja, bien separadas (yo he puesto 16 por bandeja).
Hornear durante 10 minutos, hasta que estén doradas. Sacarlas con cuidado y dejarlas enfriar sobre una rejilla. Conservar después en un bote de cristal o una lata.
Si sois muy viciosos, podéis hacer el doble de masa y congelar la mitad para otro día.
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