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domingo, 21 de julio de 2013

La tarta de queso que no es pesada ni viene de NY


La Operación Foquini de este verano está siendo todo un éxito. Llegados a este punto, comunico mi decisión de abandonar el plan por unos meses. A partir de ahora se impone ir a correr sin saltarme el calendario, y registrarme en la biblioteca para continuar con mi tesis allí, a salvo de mi despensa.

Como colofón de la Operación Foquini 2013 he preparado una tarta de queso. La semana pasada había hecho tres millones de galletas (una no es en absoluto exagerada) para llevar a una barbacoa de cumpleaños, a la que finalmente no pude ir. Un tercio de las galletas (es decir, un millón de unidades) sirvió de desayuno, merienda, y tentempié para los habitantes de esta casa. Otro tercio fue guardado para su correcta conservación en un tarro de cristal. El millón de galletas restante se estaba poniendo blandengue, y había que darle alguna salida. Como el cubo de la basura no es una opción contemplable, se me ocurrión usarlas de base para una tarta de queso. Porque, si has hecho unas galletas casera con aceite, cacahuetes y chocolate, qué se puede hacer mejor que añadirle mantequilla y ponerle por encima queso y mermelada, ¿verdad?


Esta receta de tarta de queso es la que ha hecho mi madre en casa toda la vida. Es facilísima, y está muchísimo más rica que las que suelen poner en restaurantes y cafeterías. Por una razón en concreto: desde hace años se ha puesto de moda preparar el famoso "New York Cheesecake", que aunque está rico, es una auténtica bomba calórica: las medidas suelen considerar en torno a 1 kg de queso crema más 1/4 kg de nata, para 12 raciones. A mí eso me parece una barbaridad, es comerte casi media tarrina de queso a cucharadas. Sinceramente, imaginar que cuando hago una tarta pongo 1 kg de queso y encima añado nata me da asco. Claro, con tanta grasa la tarta queda rica (el queso y la nata están ricos en cualquier plato) pero luego la digestión es tan larga como si en vez de un trozo de tarta nos hubiéramos comido un adoquín. Cuando esta receta empezó a pulular por los más respetados blogs de cocina españoles me cogí tal cabreo que los borré de mi lista de feeds. Los gastroblogueros que un día sí otro también proponen barbaridades calóricas de este calibre no se merecen mi respeto.

Ahora cuento tranquilamente hasta diez y ya sigo con mi receta. Que no es mía, es de mi madre, y lleva queso blanco y yogur, así que resulta más ligerita. Tampoco es que sea un dulce de dieta, no nos vayamos a engañar, pero se digiere sin problemas. Con estas cantidades salen de 6 a 8 raciones. Yo hice el doble (la receta original) y me ha dado para una tarta y varias tartaletas individuales.



Para la base:

  • 150 g de galletas
  • mantequilla
Moler las galletas en el accesorio picador de la batidora. Añadir un poco de mantequilla para que quede con textura de arena mojada (no necesita ser una masa, pero que tampoco quede suelto). Usar esta mezcla para cubrir el fondo del molde, aprentando con una cuchara para que quede firme.

Como mis galletas caseras ya tenían bastante grasa, sólo puse 15 g de mantequilla. El viciosillo de Jamie Oliver* le pone también unos trocitos de chocolate negro, que queda muy bien. Mis galletas además tenían cacahuetes, dándole un toque más crujiente a la base. Con esto os quiero decir que improviséis libremente.

Si queréis que sea apta para celíacos, podéis usar galletas sin gluten, o simplemente prescindir de la base: el relleno de esta tarta es suficientemente consistente y también queda muy rico solo.



Para el relleno:

  • 2 huevos
  • 20 g de harina fina de maíz (tipo maizena)
  • 75 g de azúcar
  • 250 g de queso blanco de untar (yo usé mascarpone)
  • 150 g de yogur blanco sin azúcar (un vasito)
  • El zumo de una lima (o de medio limón, aunque ya sabéis que la lima es el fruto del paraíso, siempre mejor con lima ;)
Ponerlo todo en un bol y batir bien con la batidora, que quede bien mezclado y espumoso. Verter con cuidado en el molde, sobre la base de galletas.


Meter al horno precalentado a 180 ºC (encendido sólo abajo) durante unos 40 - 50 minutos, comprobando el punto de cocción pinchándolo en el centro (el pincho deberá salir limpio). Dejar enfriar antes de desmoldar.

¿Con o sin fruta?

Antes de servir se puede decorar con mermelada, o con frutas frescas (por ejemplo, con fresas cortadas por la mitad y rodajas de kiwi queda espectacular). Yo hice una compota rápida con frambuesas y fresas cortadas en trocitos, poniendo las frutas en un cazo con una cucharada de azúcar a fuego lento durante unos 15 minutos, hasta que la fruta empezó a soltar el jugo rojo.

Conservar en el frigorífico.



* Mi amigo Jamie Oliver también es propenso a las recetas hipercalóricas. Pero se lo perdono porque lidera el #FoodRevolutionDay.

domingo, 14 de julio de 2013

Galletas caseras, por favor


Aviso: hoy toca rollo. Ya lo siento, pero estaba leyendo en el intenné un par de artículos sobre activismo gastronómico y ha sido muy revelador, como mirarme en un espejo.

Comer me ha gustado siempre, demasiado, de hecho. Al sobrepasar la veintena mi metabolismo, ese generoso individuo que se deja culpar de todas las gorduras, cambió y tuve que buscar alguna manera de mantener el equilibrio. Empecé con una mezcla de deporte y moderación. Los que me conocéis sabéis que no soy ni demasiado constante en mis actividades deportivas, ni precisamente una persona delgada. Pero creedme si os digo que yo antes comía mucho más y me movía mucho menos.

Sobre todo, con los años y la adquisición de ciertas amistades me he vuelto mucho más selecta. Ahora me importa que cada una de las comidas sean buenas: de sabores compensados, pero también observo si a lo largo de la semana voy equilibrando o no las proporciones de proteína, verdura, carbohidratos; observo la calidad de los ingredientes y cuando sólo tengo cinco minutos para comer (como ha sido frecuente a lo largo del último año) me pone de mal humor que el pan del bocadillo sea industrial.

Cosas de la edad, supongo.

La situación no hace más que empeorar, porque ahora también me pone de mal humor si veo que mis amigos comen pizza congelada, o entran en alguno de esos restaurantes de hamburguesas hechas de material inidentificable. Como decía alguien en algún artículo que leí en algún idioma, compramos lasaña congelada a un euro, y luego nos escandalizamos porque está hecha con carne de caballo.

Entonces llegó diciembre de 2011, y un día mientras me bañaba en las aguas verdes del Mar de Andamán de repente me invadió la certeza de que quería abandonar mi carrera en investigación para dedicarme a la comida.

La decisión no la tomé en un solo día, claro, pero me gusta más contar la historia así.

En esas estoy, y mientras busco mi nuevo camino laboral me encuentro mirando las listas de ingredientes en los productos preparados del supermercado y preguntándome de dónde vienen este pescado, estas verduras, cuál sería un precio justo para los alimentos que estoy comprando, si tiene sentido enviar comida a todo lo largo y ancho del planeta, qué y cómo comemos en Europa en comparación con otras regiones como por ejemplo Asia, qué vamos a comer dentro de cincuenta o cien años. Me hago estas preguntas de manera honesta e intentando no caer en tendencias populistas. Y cada vez leo más sobre el tema, y me gusta más discutir sobre ello.

A ver si va a ser que tengo corazón de activista gastronómica.

Mi pequeña revolución empieza por contaros que la comida hecha en casa no sólo es más saludable, sino además está muchísimo más rica que la industrial. Que ya lo habréis leído muchas veces, pero no me cansaré de decirlo porque es verdad, os lo prometo. Parece ser que todos lo sabemos, pero la realidad es que nos acostumbramos a los productos industriales y se nos olvida a qué sabían las cosas antes, cuando la sobrasada no venía envasada en la sección refrigerada sino que la preparaba el carnicero de la esquina.

No os voy a decir que os pongáis a preparar sobrasada en casa (al menos por ahora). Pero hay tantas cosas tan sencillas, tan fáciles, que cualquiera puede hacerlas.

Por ejemplo estas galletas.


Si un día os levantáis con ganas de atiborraros a galletas, como me pasa a mí a veces, lo confieso sin pudor, no comáis galletas de esas asquerosas y grasientas que venden en el súper a euro la docena. Hacedlas vosotros, por favor. Se tarda un plis, están mucho más ricas, se digieren mejor, y estáis más seguros de qué contienen.

La receta base la tomé de Dan Lepard, que es una de las pocas personas de cuya repostería me fío. Luego la cambié, claro, porque yo no puedo seguir una receta al pie de la letra. Me viene de familia.


Para unas 25 galletas:

Poner en un bol
          100 mL de aceite de girasol
          + 150 g de azúcar moreno
          + 40 g de azúcar blanca
          + 1 cucharada de tahini
          + 1/2 cucharadita de extracto de vainilla
y mezclar todo bien con una cuchara.

Añadir entonces
           + 1 huevo
y mezclar todo bien.

Pesar en un cuenco
           + 200 g de harina de trigo
           + 1/2 sobre de levadura química
           + 1/2 cucharadita de bicarbonato
y añadirlo sobre la mezcla anterior usando un colador o un tamizador, para que se distribuya uniformemente.
Mezclar bien con la cuchara.

Añadir
            + 100 g de chocolate negro cortado en trozos no muy pequeños
            + 100 g de cacahuetes salados
y mezclar con las manos repartiendo los trocitos por toda la masa. 

Guardar la masa en el frigorífico durante al menos una hora, o un rato en el congelador, hasta que esté fría y se pueda manejar bien con las manos.


Calentar el horno a 170 ºC, encendido arriba y abajo.

Cubrir la bandeja del horno con una hoja de papel vegetal, y poner sobre ella bolitas de masa: tomar porciones de masa con una cucharita, hacer una bolita y aplastarla un poco con las palmas de las manos. Ponerlas en la bandeja, bien separadas (yo he puesto 16 por bandeja).


Hornear durante 10 minutos, hasta que estén doradas. Sacarlas con cuidado y dejarlas enfriar sobre una rejilla. Conservar después en un bote de cristal o una lata.

Si sois muy viciosos, podéis hacer el doble de masa y congelar la mitad para otro día.